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lunes, 14 de noviembre de 2011

Argentina vs. España (1) Por: Martín Caparrós | 11 de noviembre de 2011 Llevo unos días en Barcelona y, más allá de las felices circunstancias, esto

Argentina vs. España (1)
Por: Martín Caparrós | 11 de noviembre de 2011
Llevo unos días en Barcelona y, más allá de las felices circunstancias, estoy feliz: he descubierto que soy portador –más o menos sano– de un supuesto saber. No por mí mismo sino por argentino: soy un especímen de esa fauna que debería saber cómo vivir en una crisis, qué hacer para sobrevivirla. Y eso nos da un lugar, en estos días, en esta España aterrada ante un derrumbe que, aunque resulte –en términos sudacas– lento, casi amable, no parece parar.
Un lugar: me cuentan, me preguntan, me quieren escuchar –y lo mismo les pasa a otros amigos. Es una novedad, un giro más en las relaciones entre argentinos y españoles: en ese firulete que lleva siglos de vaivenes.
No hablemos de guerras de conquista, guerras libertadoras; entonces no había “argentinos” para pensar nada de los españoles ni para viceversa. En cambio, cuando los argentinos empezaron a constituirse como algo, una de sus primeras construcciones fue decidir que todo lo español era basura. Mientras mexicanos, peruanos, colombianos se peleaban por ver quién hablaba mejor el castellano y corría con más valor los toros bravos, nuestro maestro mayor, don Domingo Faustino Sarmiento, construía una idea de la Argentina basada en que había que rechazar a esos “bárbaros” culpables de todos nuestros males. Y lo decía sin falsos pudores: cuando vino de viaje, en 1846, escribió que España era “la nación que menos puede pretender a nada suyo propio en materia de trabajos de inteligencia, porque el atraso no es una civilización, ni produce una literatura. (No existen) ni escritores, ni sabios, ni políticos, ni economistas, ni historiadores, ni cosa que lo valga (...) Ninguna ciudad nueva se ha levantado; ninguna villa se ha hecho ciudad. Ninguna industria se ha introducido en tres siglos, salvo la fabricación de malísimas pajuelas fosfóricas. No hay marina nacional. No hay caminos, sólo dos grandes vías. Sus carruajes son sui generis. No hay educación popular. No hay colonias. La imprenta y el grabado han decaído como las ciudades; hoy se imprime peor en España que dos siglos atrás.(...) Si yo hubiera viajado en España en el siglo XVI mis ojos no habrían visto otra cosa que lo que ahora ven. Opino porque se colonice España, y ya lo han popuesto compañias belgas. Los españoles emigran a América y África. La despoblación continúa".
La Argentina –cierta idea de la Argentina– se armó alejándose de España: lo hispano era lo arcaico, la inquisición, la violencia caudilla, y dejarlo atrás nos permitiría ser un país próspero y moderno. Los argentinos de pro, los dueños de la patria, renegaban de todo lo español, y la llegada de millones de inmigrantes de esas tierras –algunos revoltosos, muchos poco educados– les renovó los argumentos. Eran los años en que las señoras de la sociedad del Centenario se sorprendían porque incluso la Infanta de España “hablaba como una portera”: en español.
En esos años la Argentina rebosaba de dineros ingleses, tilinguerías francesas, tanos chantas y gallegos brutos. España era un pariente pobre y penoso, de esos que dan vergüenza y tratamos de olvidar. Nos deshicimos –quisimos deshacernos– de toda tradición hispana; quedaban, si acaso, por la fuerza del idioma, algunas excepciones: para los liberales, Ortega y Gasset y su pequeño avatar Julián Marías; para los izquierdistas, la República y su Guerra Civil y sus poetas y canciones.
La cumbre de esa idea desdeñosa de la tan mentada Madre Patria fue aquel viaje: en 1947, Eva Duarte de Perón fue a visitar al Caudillo Francisco Franco –y al papa Eugenio Pacelli y al dictador portugués Oliveira Salazar, entre otros. Su recepción en España fue entusiasta: llevaba en sus bodegas toneladas de trigo, regalos de un país próspero a otro donde el hambre se había vuelto costumbre. Por ese entonces, para nosotros argentinos, España era una tierra oscurantista y desolada donde coger no era pecado sino milagro, donde se prohibían los libros que nosotros sí podíamos leer, de donde intelectuales como mi abuelo Antonio debían escaparse. Mi abuelo nunca pudo perdonar aquel viaje de la señora de Perón: murió casi 50 años después convencido de que había sido una gran ayuda para que el franquismo conservara el poder –y, de hecho, Franco lo pagó: más tarde refugió a su colega argentino y le hizo una estatua y una calle.
Hasta que, años después –sus muertes mediante–, España entró en Europa y la Argentina en su desastre: fue entonces cuando todo se dio vuelta.
(continuará)

PD: clickeando en los links, palabras distintas, más melodiosas, hablan de este mismo recorrido -que se completará el lunes.
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pamplinas
Pamplinas es un intento –insistentemente fracasado– de mirar el mundo desde la Argentina, o la Argentina desde algún otro mundo. Con esa premisa, el autor pensó llamarlo Cháchara, pero le pareció demasiado pretencioso. Desde las pampas argentinas, pues: Pamplinas.
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